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Malvinas y la pelota que siguió rodando…

Mientras cientos de jóvenes morían en la Guerra de Malvinas, el fútbol seguía imperturbable. El 2 de abril, las tropas argentinas desembarcaban en las Malvinas. El aparato propagandístico de la dictadura le vendía al pueblo una realidad que era irreal, con la absoluta obediencia debida de la mayoría de los medios genuflexos. Paradójicamente, miles de argentinos salían a las calles con un inentendible alboroto de patriotismo.

 

En la Plaza de Mayo, ante una multitud, Galitieri, ebrio de poder, desafiaba a los ingleses. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, decía.

En todo el país, la gente donaba hasta lo que no tenía para los soldados que estaban en Malvinas. Cacho Fontana y Pinky conducían 24 horas por Malvinas, la revista Gente decía “estamos ganando”.

 

La dictadura presionó para que Argentina jugara el Mundial de España 82 que se venía. A la base del equipo campeón del mundo cuatro años antes (Kempes, Bertoni, Ardiles, Passarella, Gallego y Fillol, entre otros) se le sumaban dos pibes campeones del mundo en juveniles en el 79: Diego Maradona y Ramón Díaz.

Era el mejor equipo argentino en mucho tiempo. En febrero de ese año, Galtieri aparecía en la concentración de la Selección y se abrazaba con Menotti, quien siempre enamoró con un hermoso discurso de izquierda, pero no tuvo inconveniente alguno en ser funcional a la dictadura y explicó que “Desde nuestro humilde puesto debemos intentar darle al mundo, a través del fútbol, una imagen cabal de lo que somos”.

 

Ese equipo argentino dio una imagen cabal: los jugadores estaban pensado en qué equipo europeo jugarían después del Mundial. La guerra era solo una anécdota.

El Gordo Muñoz, el relator oficial de la dictadura, decía por la radio: “Debutan los campeones del mundo, hoy es un día histórico”.  Al día siguiente, Argentina se rendía en la Guerra de Malvinas.

 

“No debí haber jugado el Mundial del 82. En Malvinas muchos chicos murieron y yo, como capitán, debí hacer algo para que no entráramos a la cancha”, reconoció -tarde- Daniel Passarella.

 

Osvaldo Ardiles jugaba en el Tottenham inglés junto a Ricardo Villa (una de las barbas más geniales del fútbol argentino) cuando se desató la guerra. Los hinchas rivales le gritaban “England” y los fanas del Tottenham respondían con un “Argentina”.

Ardiles creía que después del Mundial no volvería a jugar en Inglaterra, pero retornó y no tuvo problemas. Vaya paradoja… el “Pitón” perdió a un primo en la guerra: el aviador militar José Leónidas Ardiles.

 

El Mundial dejó la imagen de un equipo sin hambre de gloria, con un Maradona impotente. La guerra dejó una herida abierta, con cientos de jóvenes que murieron en batalla por la locura de otros y con cientos de ex combatientes que se suicidaron porque no pudieron convivir con tantos fantasmas.

El tiempo pasa y seguimos sin entender esa guerra y esa participación argentina en el Mundial de España, pero, como ciudadanos, tenemos una obligación: no olvidar.

 

Precisamente, una postal perenne: el lunes 14 de junio de 1982, mientras la patria futbolera lamentaba la derrota en España, los militares argentinos firmaron la rendición. Si hubiera sido posible dividir la pantalla de los televisores en dos –como sucede en las definiciones de los campeonatos–, en una mitad habríamos visto el comienzo del Mundial y en la otra, la definición de la guerra.

 

¿Cómo se llegó a ese desquicio? ¿Cómo fue posible que dos hechos tan antagónicos convivieran hace 36 años en una armonía que hoy ni siquiera sería creíble en el guión de una película bélica? Pero una reconstrucción de aquellos días evidencia que el fútbol argentino no detuvo su marcha durante los dos meses y medio que duró la guerra. Tampoco en el Mundial.

 

Así lo decidieron los hombres que eran los dueños de la vida y de la muerte de millones de argentinos: el fútbol y la Selección –y el resto de los deportes– serían funcionales al sentimiento patriótico. Se le sumó el aval de la AFA, ya presidida desde hacía tres años por Julio Grondona, y de los medios de comunicación.

Era como si ningún suceso fuera de lo común pasara en el país: los hinchas siguieron yendo a la cancha y escuchando los partidos por radio o mirándolos por televisión –se emitía uno por fecha–. Primero en el campeonato argentino. Después en la Copa del Mundo.

La guerra –no los combates cuerpo a cuerpo, sino la recuperación argentina de las Malvinas– había comenzado el viernes 2 de abril por la madrugada. El dato olvidado es que ese mismo día, por la noche, también arrancó la novena fecha del Nacional de Primera División. Fue un partido sin incidencia, Central Norte de Salta-Mariano Moreno de Junín, pero que certifica cómo respondió el fútbol ante el horror: el show debía seguir.

La gente saltaba para no ser inglés y muchos de los partidos se jugaron con carteles alusivos en los alambrados: “Las Malvinas siempre fueron argentinas”.

 

El fin de semana siguiente, el sábado 10, el fútbol volvió a convivir con la guerra: el mismo día en que el militar a cargo del Poder Ejecutivo, el teniente general Leopoldo Galtieri, desafiaba a los ingleses desde el balcón de la Casa Rosada –aquel discurso del “si quieren venir, que vengan”–, Los Andes y San Lorenzo empataban 3 a 3 en Lomas de Zamora.

 

Fueron días de delirio en los que River y Boca estuvieron cerca de jugar un amistoso en las Malvinas para elevar la moral de los soldados argentinos. Hasta el presidente de Boca, Martín Benito Noel, justificó la idea: “Creo que es un deber patriótico de los dirigentes alegrar a nuestros muchachos en las islas”.

 

En esa lógica nacionalista no hubo quejas ni sorpresas por la participación de Argentina en el Mundial: en la simbiosis tan cotidiana entre el futbol y la Patria, la selección era un “ejército deportivo”. Antes del viaje, los militares les repartieron a los jugadores documentos instructivos sobre cómo debían responder en caso de preguntas alusivas a la guerra.

 

El seleccionado argentino se hospedaba en hoteles de primer nivel, tenía personas que se ocupaban de su comodidad a lo largo de su estadía en el país hispano; paralelamente, los combatientes vivían en pozos cavados por ellos mismos mientras que se sentía un constante bombardeo por parte del ejército inglés y 323 argentinos morían en el hundimiento del General Belgrano, la mitad de los muertos a lo largo de la Guerra.

 

Los soldados lograban sintonizar Radio Colonia y enterarse de lo que realmente pasaba en la Guerra en vez de lo que el Gobierno argentino les hacía creer. Y por momentos lograban sintonizar partidos del Mundial, donde por pequeños instantes se olvidaban de lo que estaba pasando a su alrededor y se concentraban en el partido que se estaba jugando, sin entender cómo podían ser más importantes los golpes que recibía Diego Maradona a lo que estaban ellos viviendo para defender al país.

 

Lo paradójico es que los futbolistas debieron llegar a España y leer los diarios de ese país para advertir que la euforia que se vivía en Argentina era ficticia.

La prensa europea informaba de un escenario diferente al que mostraban los matutinos de Buenos Aires: la resistencia argentina en las Malvinas se desmoronaba.

 

Fue entonces que los jugadores llamaron a sus familiares en Buenos Aires u otros lugares del país para informarles las malas nuevas: “Acá dicen que los ingleses están ganando”.

Los británicos ya habían desembarcado en algún punto de las Malvinas el 21 de mayo, a la búsqueda de reconquistar Puerto Argentino.

 

Tres semanas después, el domingo 13 de junio, la selección debutó en el Mundial. Clarín de aquel día incluyó tres temas en su tapa: “Dos millones de argentinos oraron con el Papa” –Juan Pablo II estaba de visita en el país–, “Tenaz resistencia a un avance británico” y “Argentina inaugura el Mundial”.

 

El fútbol estaba tan presente en la agenda diaria que ese domingo también se jugaron las revanchas de las semifinales del Nacional. Parece un cuento de Osvaldo Soriano, pero no lo fue.

Ya no había gestos para los chicos de la guerra. En el Atlántico Sur, la última ofensiva inglesa en los alrededores de Puerto Argentino había comenzado a las 2.50 del día anterior, el sábado 12.

 

Los comunicados de la Junta Militar lo certifican: “El ataque fue combinado por aire, mar y tierra, en tanto que los cañoneos de la flota se caracterizaron por su falta de discriminación”, y “El enemigo comenzó el avance con un total de 4.500 hombres, muy bien equipados con armamentos de alta tecnología, en dirección a Puerto Argentino”.

 

El ataque final, que duraría 72 horas –justo en medio del partido de Argentina contra Bélgica–, se incrementó el domingo con la conquista inglesa de los montes Dos Hermanas y Harriet.

Antes, durante y después del gol de Erwin Vanderbergh, en las tribunas del Camp Nou hubo banderas celestes y blancas con la leyenda “Malvinas Argentinas”.

 

También un grupo de brasileños se sumó a la reivindicación por la soberanía, pero a 12.000 kilómetros, en el Atlántico Sur, se acercaba el final. Los ingleses lanzarían la ofensiva definitiva ese mismo domingo a las 22.30 con paracaidistas, gurkas, infantería de marina y elementos sofisticados para la época como los visores infrarrojos que les permitían ver en la oscuridad.

 

Los argentinos cedieron primero los montes Tumbledown y Wireless Ridge, resistieron en inferioridad de tecnología y medios durante toda la noche, y se rindieron en Puerto Argentino al mediodía siguiente, el lunes 14 de junio, cuando ya había comenzado a nevar.

 

Si el fútbol, como dicen algunos sociólogos, es una metáfora de la guerra, en 1982 la Argentina y el Reino Unido hicieron ambas cosas simultáneamente. No hubo enfrentamiento futbolístico en España.

 

Se especuló con el enfrentamiento entre Argentina y alguno de los seleccionados europeos involucrados en la batalla. De hecho, el gobierno británico consideró retirar a las selecciones de Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte por temor a un posible duelo durante la segunda ronda.

 

Una carta del ministro de Deportes británico de aquel entonces, Neil Macfarlane, a la primer ministro Margaret Thatcher aconsejó no tener “ningún contacto deportivo con Argentina”. La carta, escrita el 11 de mayo advertía que “la pérdida de la vida británica ha tenido un marcado efecto sobre algunos futbolistas”. Y aclaraba: “Ellos sienten repugnancia ante la idea de jugar en el mismo torneo con Argentina”.

 

El duelo más probable era el que podía darse entre Escocia y Argentina, en caso de que los británicos superaran la 1ª fase, cosa que al final no ocurrió.

 

Y pese a que Inglaterra e Irlanda del Norte ganaron sus grupos en la 1ª ronda y Argentina clasificó para la 2ª rueda, ninguno de los seleccionados implicados alcanzó los duelos de eliminación directa.

 

La presidencia de facto de Galtieri terminaría el viernes 18, el día en que Argentina goleó 4 a 1 a Hungría en Alicante. Cientos de soldados argentinos volvían al continente como prisioneros de guerra en un buque inglés y escucharon el partido encerrados en las celdas.

Gritaron los goles –uno fue de Ardiles– como lo que en muchos casos eran: muchachos que amaban al fútbol y al Mundial. Los británicos temieron una rebelión a bordo pero no: simplemente eran jóvenes festejando el triunfo de su selección.

 

La guerra mató a 746 soldados argentinos y 255 británicos, sin contar los cientos de suicidios posteriores. La dictadura, esta vez sin triunfo mundialista, cayó al año siguiente. Margaret Thatcher ganó cuatro años más.