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Cuenta regresiva para el primer fin de semana largo en Entre Ríos

Cada 3 de Febrero es feriado en Entre Ríos en conmemoración a la Batalla de Caseros. Así lo dispone la Ley 7.285, lo que establece la jornada como no laborable. Este 2023, al caer viernes, generará el primer fin de semana largo del año. Ese día no habrá actividad en la administración pública provincial ni municipal, pero se garantizan los servicios básicos y la Salud pública.

Como cada feriado, el sector privado (comercios, empresas, etc.,) están habilitados a abrir con régimen horario especial o trabajar de manera habitual y pagar la hora doble a sus trabajadores.

Además, los bancos estarán cerrados para la atención al público y el servicio de colectivos trabajará con menor cantidad de unidades en las calles.

Fin de una época

En 1829 Juan Manuel de Rosas asumía la gobernación de Buenos Aires desplegando una enorme influencia sobre todo el país. A partir de entonces y hasta su caída en 1852, ejercerá el poder en forma autoritaria. Rosas se opuso durante toda su gestión a la organización nacional y a la sanción de una Constitución. Ello hubiera significado el reparto de las rentas aduaneras con el resto del país y la pérdida de la hegemonía porteña.

A partir de 1851, Justo José de Urquiza, su ex aliado, había decidido enfrentarse al gobierno bonaerense y alistó a sus hombres en el llamado Ejército Grande. Avanzó sobre Buenos Aires y derrotó a Rosas en la Batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852. La caída de Rosas parecía poner fin a las disputas provinciales; sin embargo, los enfrentamientos se tornarían más encendidos que nunca.

Año tras año, argumentando razones de salud, Rosas presentaba su renuncia a la conducción de las relaciones exteriores de la Confederación, en la seguridad de que no le sería aceptada. (…) En 1851 el gobernador de Entre Ríos emitió un decreto, conocido como el “pronunciamiento” de Urquiza, en el cual aceptaba la renuncia de Rosas y reasumía para Entre Ríos la conducción de las relaciones exteriores.

El conflicto era en esencia económico: Entre Ríos venía reclamando la libre navegación de los ríos –necesaria para el florecimiento de su economía- lo que permitiría el intercambio de su producción con el exterior sin necesidad de pasar por Buenos Aires.

Armado de alianzas internacionales, Urquiza decidió formar su ejército para enfrentar al gobierno bonaerense, al que llamó, a falta de mejor nombre, “Grande”. El emperador de Brasil, Pedro II, proveería infantería, caballería, artillería y todo lo necesario, incluso la escuadra. El tratado firmado entre Urquiza y los brasileños decía en una de sus partes: “Para poner a los estados de Entre Ríos y Corrientes en situación de sufragar los gastos extraordinarios que tendrá que hacer con el movimiento de su ejército, Su Majestad el Emperador del Brasil les proveerá en calidad de préstamo la suma mensual de cien mil patacones por el término de cuatro meses contados desde la fecha en que dichos estados ratifiquen el presente convenio”.

Por supuesto que el emperador de Brasil no hacía esto en defensa de la libertad y los derechos humanos: “Su Excelencia el señor Gobernador de Entre Ríos se obliga a obtener del gobierno que suceda inmediatamente al del general Rosas, el reconocimiento de aquel empréstito como deuda de la Confederación Argentina y que efectúe su pronto pago con el interés del seis por ciento al año. En el caso, no probable, de que esto no pueda obtenerse, la deuda quedará a cargo de los Estados de Entre Ríos y Corrientes y para garantía de su pago, con los intereses estipulados, sus Excelencias los señores Gobernadores de Entre Ríos y Corrientes, hipotecan desde ya las rentas y los terrenos de propiedad pública de los referidos Estados”.

En las provincias la actitud de Urquiza despertó diversas reacciones. Córdoba declaró que era una infame traición a la patria y que “Urquiza se había prostituido al servir de avanzada al gobierno brasileño”.

Otras provincias reaccionaron e intentaron formar una coalición militar para defender a Rosas, pero ya era demasiado tarde.

Urquiza alistó a sus hombres en el “Ejército Grande”, avanzó sobre Buenos Aires y derrotó a Rosas en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852.

Horas después, Rosas escribía su renuncia: “Sres. Representantes: Es llegado el caso de devolveros la investidura de gobernador de la provincia y la suma del poder público con que os dignasteis honrarnos. Creo haber llenado mi deber como todos los señores representantes, nuestros conciudadanos los verdaderos federales y mis compañeros de armas. Si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque no hemos podido. Permitidme, Honorables representantes, que al despedirme de vosotros, os reitere el profundo agradecimiento con que os abrazo tiernamente y ruego a Dios por la gloria de V.H., de todos y de cada uno de vosotros. Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que os escriba con lápiz y en una letra trabajosa. Dios Guarde a V.H.”

Rosas, vencido, se embarcó en el buque de guerra Conflict hacia Inglaterra.

Al día siguiente de Caseros, terratenientes porteños, como los Anchorena, primos de Rosas, renegaban de su pasado rosista y trataban de congraciarse con las nuevas autoridades. Mientras tanto, Rosas se instalaba en la chacra de Burgess, cerca de Southampton, acompañado por peones y criados ingleses.

Volvió a dedicarse a las tareas rurales hasta su muerte, ocurrida el 14 de marzo de 1877, a los ochenta y cuatro años. Unos años antes había escrito una especie de testamento político: “Durante el tiempo en que presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy pues, el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como los malos, de mis errores y de mis actos. Las circunstancias durante los años de mi administración fueron siempre extraordinarias, y no es justo que durante ellas se me juzgue como en tiempos tranquilos y serenos. Si he podido gobernar 30 años aquel país turbulento, a cuyo frente me puse en plena anarquía y al que dejé en orden perfecto, fue porque observé invariablemente esta regla de conducta: proteger a todo trance a mis amigos, hundir por cualquier medio a mis enemigos”.

Ruptura, continuidad y sutura de la historia argentina

La batalla de Caseros fue el escenario donde convergieron aproximadamente unos sesenta mil soldados de ambos ejércitos y combatieron durante seis horas. Las operaciones se iniciaron en el Palomar de Caseros y culminaron en los terrenos de Palermo. Se han cumplido 170 años de ese hecho histórico.

Los aniversarios siempre se convierten en circunstancias inmejorables de intervención para definir las identidades nacionales. Suelen aprovecharse, además, para fijar posicionamientos políticos en relación con el presente.

En el ejercicio de analizar la historia existen las “rupturas”. La batalla de Caseros ha sido presentada como una de ellas, pero también existen las “continuidades” y por supuesto, las “resignificaciones” o “suturas” historiográficas. Estos elementos conviven dentro del gran ciclo de la historia, abriendo y cerrando pequeños capítulos de un examen, en principio, interminable.

Tanto Caseros como el bando triunfador, los constitucionalistas encabezados por Juan José de Urquiza, han sido presentados como una bisagra de nuestra historia moderna. Esto obedece a que se reivindicaron dos principios generales. El primero fue el objetivo de lograr la Organización Nacional sobre la sólida base de la redacción y promulgación de una Constitución Nacional para terminar con otro tipo de organización no institucionalizada, fundada en el equilibrio político con los caudillos provinciales que habían convivido con el predominio del gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas.

Rosas ejercía las veces de representante de la Confederación en el exterior, facultad delegada y renovada periódicamente por el conjunto de las provincias. La nueva época abrió un nuevo escenario en el que se manifestaron tensiones y enfrentamientos entre Buenos Aires y la Confederación de las Provincias Unidas, en una disputa que duró toda la década de 1850 y culminaría con la batalla de Pavón, en septiembre de 1861.

El segundo aspecto tiene que ver con la forma de gobierno, la República federal, que garantiza la aclamada libertad individual y la autonomía que reclamaban para sí las provincias desde los comienzos de la etapa independiente. La libertad fue un pilar fundamental y debía garantizarse incluso por sobre las voluntades dominantes de turno.

Durante la década de 1850 se produjo el debate más fecundo sobre las nuevas formas políticas que debía adoptar la nación en construcción. Muchas de nuestras principales obras constitucionales, históricas y políticas datan de este período: Argirópolis (1850) y Campaña del Ejército Grande aliado de Sud América (1852), ambas de Sarmiento; Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), de Juan Bautista Alberdi; Historia de Belgrano y de la independencia argentina (1858), de Bartolomé Mitre; y el Código de Comercio de Buenos Aires (1859), redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield y Eduardo Acevedo.

Existieron también continuidades. El legado de autoridad del Estado que emanaba desde el Pacto Federal de 1831 fue imprescindible, tal como señaló Alberdi, dado que las montoneras se resistían en disciplinarse y, por lo tanto, continuaban existiendo como proyectos políticos regionales y paralelos, enfrentados con los constitucionalistas. Esa problemática se extendió durante los siguientes treinta años, en los que no sólo se ejerció la fuerza, sino que se dieron grandes debates sobre los acuerdos políticos e institucionales que han quedado registrados en las páginas de los diarios de la época.

Un día después de la batalla de Caseros, que se libró el 3 de febrero de 1852, el coronel Virasoro ingresaba en la ciudad de Buenos Aires como avanzada del Ejército vencedor. Rosas había optado por el exilio en Southampton y los puestos de autoridad habían quedado acéfalos. Benito Hortelano, un librero e impresor español afincado en la ciudad, autor de una autobiografía muy interesante, se apresuraba a quitar de la puerta de su librería el cartel obligatorio que rezaba “mueran los salvajes unitarios”.

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