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Trabajo = Dignidad

ESPECIAL (por Francisco Pancho Calderón).- Hay, en nuestro país, algunos males que sólo pueden ser superados si los enfrentamos entre todos con políticas firmes y duraderas, cuyo garante sea el Estado. Entre estos males ha de señalarse en primer término, la ausencia de un trabajo digno y estable, que degrada a amplios sectores del pueblo honrado y trabajador y desintegra a la familia.

Allí, el Estado y el empresariado debe esforzarse por la dignificación del trabajador mediante la creación de fuentes de trabajo genuino y la supresión del trabajo en negro y de la dádiva. Ciertamente se han dado pasos en este sentido, pero aún esta situación penosa no ha acabado.

La avidez de riquezas que reflejan políticos y empresarios, y la consiguiente injusticia que ello genera se expresa especialmente en la desocupación, que, además de ser un flagelo para el individuo y la familia, compromete también la cohesión social y vicia a la comunidad con la consiguiente inercia que abre camino a la falta de laboriosidad.

El trabajo requiere equidad entre el bien particular y el bien común, y la ética impone ajustarlo a las necesidades de las personas y a sus condiciones de vida. Supone obligaciones constantes mutuas entre patronal-operario, patronal-comunidad, operario-comunidad.

Es imposible respetarlo sin tener en cuenta la auténtica justicia social, ya que el desempleo excluye de la comunidad activa y crea un sentimiento de inutilidad frente a los demás.

Sin duda que los aportes económicos que ofrece el Estado se hacen necesarios en tanto sean realmente una expresión de la solidaridad de la comunidad humana con los que menos tienen o no tienen nada.

Por esa razón, su distribución debería ser justa y equitativa, sin estar ligada a otro compromiso que no sea la respuesta laboriosa, ni a ningún otro condicionamiento que contraríe la ética social o prebenda que haga posible evitar el empeño personal a cambio de una dádiva que exija participación en lo que no se querría participar, convirtiendo al trabajador en un circunstancial rehén de cualquier interés espurio.

Empeñémonos en recrear una sociedad justa sin excluidos. Donde todos tengan la oportunidad de ganar su pan; donde el empleo pierda su cuota de incertidumbre y la solidaridad sea el modo común de obrar en la sociedad.

Intentemos soluciones nuevas a los viejos problemas que seguimos padeciendo. Esto requiere la participación de todos para encontrar los caminos mejores.

Hay un marco necesario sin el cual se hace imposible el justo equilibrio: diálogo, que es la búsqueda permanente de coincidencias, más allá del disenso, y es respeto por el derecho de los demás y atención privilegiada del que menos tiene.

Si queremos poner fin a la inseguridad, a la ilegalidad, debemos hallar soluciones a los problemas sociales que exceden el marco de la capacidad de cada ciudadano.

Hacer efectiva la sensibilidad social hacia los más desposeídos, ayudándolos a emerger de su indefensión y de su carencia, para que puedan vivir con dignidad y además promover su plena ocupación, es deber obligado de los poderes públicos.

Parece obvio que la profundidad de la crisis no se debe sólo a cuestiones económicas, o sociales, sino que tiene sus profundas raíces en el individualismo y en el relativismo que distorsionan la concepción de la vida humana y de la convivencia.

De allí la necesidad urgente que todos los argentinos descubramos mejor nuestra vocación por el bien común, y así nos convirtamos de habitantes en ciudadanos, corresponsables de la vida social y política.

Este tipo de males que descubre nuestras vergüenzas como nación polariza la sociedad y genera exclusión. Y, a pesar de que en estos momentos el país goza de un repunte económico, dado que las causas de la crisis son tan hondas, el camino a recorrer es arduo y no exento de sacrificios.

Debemos avanzar en la reconciliación entre  los argentinos. Es necesario educar y favorecer los gestos, obras y caminos de apaciguamiento, amistad social y de cooperación e integración.

La dignidad de todos los hombres exige una formación integral  y nos lleva a afianzar la que la educación y el trabajo son claves del desarrollo y de la justa distribución de los bienes.

Todos anhelamos vivir en un país en el que reine la paz. Ahora bien, trabajar por la paz es, entre otras cosas, trabajar para que todos puedan ganarse dignamente el pan con el sudor de la frente.

El trabajo, amén de un derecho, es un camino de realización, de dignificación y de justicia, el cual engendra seguridad y solidez para construir una vida más digna, justa y fraterna.

Si este derecho es negado, o sustituido por falacias tales como: el asistencialismo electoralista; el sub-empleo; el trabajo “sucio”; o cualquier otro tipo de explotación, en la cual el sujeto pasa a ser “mano de obra barata”, difícilmente pueda conseguirse una justa paz social y seguiremos remarcando la división en un país, de por sí, ya sensiblemente fragmentado.