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Se conmemora el Día del Escritor

Este domingo se recuerda a Leopoldo Lugones que nació el 13 de junio 1874 y fue quien creó la Sociedad Argentina de Escritores. Se realiza además un merecido reconocimiento a quien lo han hecho en el pasado, y a quienes ejercen la creación literaria como una forma de expresión artística, humana y cultural.

Leopoldo Lugones, considerado durante mucho tiempo el gran poeta nacional, nació un día como hoy, 13 de junio de 1874. En 1928 creó la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y fue esta institución la que dictaminó que el Día del Escritor merecía basarse en Lugones. Por eso, hoy, como todos los 13 de junio, Argentina piensa en los escritores, en su oficio, en sus imaginerías, pero también en uno en particular.

Publicó a lo largo de su vida 35 libros. Por mencionar algunos, se pueden destacar Los crepúsculos del jardín, Lunario sentimental, El libro fiel, El libro de los paisajes, Las fuerzas extrañas, La guerra gaucha y Las horas doradas.

Admirado por muchos —aunque también criticado debido a sus posiciones políticas protofascistas—, fue un narrador que navegó por todos los géneros: poesía, cuento, novela, ensayo, artículo periodístico. Además, desde el lenguaje, abordó diversas profesiones: historiador, docente, traductor, biógrafo, filólogo y periodista. También, y este no es un detalle menor, fue dirigente político.

Una vastísima producción intelectual y la jerarquía personal lo convirtieron en uno de los máximos referentes del pensamiento y la literatura argentinos en las primeras décadas del siglo veinte. Su papel en la difusión de las vanguardias poéticas europeas y del modernismo, movimientos de los que el mismo Lugones fue uno de los principales exponentes, ha sido ampliamente abordado por la crítica argentina. Su estilo, admirado e imitado con suerte dispar, se convirtió en preceptiva para los jóvenes vanguardistas de aquellos años, como alguna vez confesara Jorge Luis Borges refiriéndose a su propia obra.

Otros aspectos señalados recurrentemente por los especialistas son los aportes de Lugones al género de la literatura fantástica y de anticipación científica a través de la publicación de los volúmenes de cuentos Las fuerzas extrañas y Cuentos fatales. O sus originales relecturas de la literatura argentina, entre las que cabe señalar su interpretación y colocación en el centro del canon del Martín Fierro, operación intelectual plasmada en las conferencias que con el título de “El payador” brindó en el Teatro Odeón en 1913 ante la presencia del presidente de la República y que se publicarían tres años más tarde.

Un aspecto menos difundido, aunque no desconocido, de la actuación pública de Leopoldo Lugones, es su gestión al frente de la Biblioteca Nacional de Maestros entre los años 1915 y el año de su muerte, 1938. Son varias las iniciativas destacables que tuvo Lugones durante su larga estancia en la dirección de la biblioteca. Entre muchos, podemos destacar la inauguración de la Sección Infantil, que elevó el número de niños concurrentes, la incorporación de miles de ejemplares de la colección de libros del jurista Alfredo Colmo y la inauguración de una sala con su nombre, y por último, una consecuente política de adquisiciones bibliográficas en donde se hace ostensible su ojo de bibliófilo exquisito.

La compra de obras raras y valiosas realizadas durante estos años, que Lugones gestionaba en forma personal desde la elección de los títulos hasta la discusión del precio, conforman el núcleo del actual tesoro de la biblioteca. Desde la BNM lo recordamos, en el día en que se cumple un nuevo aniversario de su nacimiento, a quien a lo largo de veintitrés años modeló con su trabajo y su inteligencia una institución que en adelante llevaría su impronta decisiva.

Murió de forma trágica. No fue “de viejo” en la tranquilidad de su hogar. En una pensión del recreo del Delta de Tigre, en la confluencia entre el Paraná de las Palmas y el Canal de la Serna —corría febrero de 1938—, Lugones pidió una habitación y se encerró. Escribió una carta de despedida y la dejó sobre la mesa. Lo encontraron en la cama, retorcido, el rostro violeta. Mezcló whisky y cianuro.

“Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”, decía la carta. El último acto, antes de morir: escribir.

Cabe consignar que hace pocos años, la Biblioteca Nacional recuperó algunos de sus manuscritos, que fueron destinados al Museo del Libro y de la Lengua.

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