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Justicia lenta de reflejos

El debate sobre las instituciones, y en particular la Justicia, revela defectos estructurales, vicios agudos y facultades normativas resueltas para que pierdan los que perdieron siempre: los ciudadanos víctimas de la Inseguridad. Ni siquiera los adelantos tecnológicos logran que fiscales actúen oportuna y enérgicamente, más allá de las buenas intenciones de la Policía.  

Más allá de la seriedad de las denuncias y la fuerza de los indicios acerca de la materialidad de robos y los probables autores del crimen, fiscales y jueces no actúan con la inmediatez de los casos, salvo que la víctima sea una personalidad saliente, un político o que concretamente tenga vínculos estrechos con el Gobierno o la propia Justicia.

Los avances tecnológicos permiten hoy ubicar productos robados, sin embargo, pese a que los damnificados exhiben mediante rastreadores satelitales el lugar donde se encuentran sus pertenencias, el personal policial no tiene más remedio que decirle al vecino afectado por el robo que “todo está en manos del (o la) fiscal y es él (o ella) quien debe disponer del procedimiento respectivo”.

O sea… Robaron tu casa, se llevaron un aparato de alta gama tecnológica, lo rastreaste mediante las herramientas satelitales correspondientes, detectaste la “madriguera”, exhibiste el lugar exacto gracias a la pesquisa que vos realizaste, pero… el allanamiento NO SE REALIZA.

Por ende, no se encuentran los patrimonios desvalijados, no se demora ni detiene a las presuntas personas involucradas, no se toman las pertinentes indagatorias, no se instruyen las causas de rigor.

La acción de la Justicia recién se hace casi por obligación, como para aparentar que se está trabajando en el tema, varios días después de las denuncias y obviamente la desidia es tal que no se logra recuperar absolutamente nada.

¿No es éste un incumplimiento de los deberes públicos?

Claro… pese a que se exponen evidencias, pruebas, rara vez se termina dilucidando algo OPORTUNAMENTE en un país donde hay jueces y fiscales los cuales dan la sensación que hicieran todo lo posible para que no se logre desentrañar la verdad real.

A ver si somos más específicos… una decisión por muy ajustada a Derecho que pretenda ser, si no es oportuna, en sí misma, carece de la cualidad que la propia Justicia demanda, porque la demora que la decisión toma para manifestarse, la convierte en injusta por lo extemporáneo de su acción, de allí que afirmar que la Justicia requiere de Justicia, denota la justa temporalidad de la acción decisoria.

La transparencia y la celeridad en materia de Justicia son elementos fundamentales para la manifestación de la Verdad, siendo esta junto a la igualdad ante la Ley, objetivo fundamental de la administración de Justicia, por lo que ambas, Justicia y Verdad son claro reflejo una de la otra.

Obviamente, cuando la Verdad no se impone, por mucha celeridad con que se haya atendido o estudiado un caso, la injusticia se hace manifiesta, mostrándose como lo que es, simple cuento, mediante el cual, con lujo de detalles, se muestra cómo la sociedad huérfana de Justicia, ha quedado sometida al arbitrio discrecional del prójimo investido de Poder y no, al mandato de la Ley.

Mucho se habla sobre que los jueces deben agotar todas las instancias ante de pronunciar un fallo, y está bien que así suceda.

Pero la realidad indica que en determinados casos la elasticidad del accionar judicial provoca resquemores, dudas, preocupación y bronca entre los ciudadanos.

La forma de investigar y enjuiciar los ilícitos en territorio entrerriano ha adoptado una forma histórica diferente. Se trata de un cambio de reglas de juego en el proceso del hecho.

Los fiscales son los encargados de la investigación. Les compete conducir a la fuerza policial que se encargue de los hechos necesarios para ubicar a los sospechosos de delitos y acopiar las evidencias en su contra.

Esto supone controlar la recolección de las pruebas y de las pericias, elaborar informes de las diligencias necesarias, identificar a los testigos y buscar información.

La consolidación del nuevo sistema llevará tiempo, pero algo es seguro: los errores en los primeros tiempos son muy notorios.

Las investigaciones son tan lentas como deficientes por lo cual los elementos contra un imputado terminan siendo inconsistentes pues es tal la parsimonia con que se obra que se pierde la chance de cosechar evidencia concreta que vincule al acusado al delito.

Nos sentimos indefensos. Esa es la sensación más terrible y más destructiva de nuestro país. Allí comienza la desconfianza hacia nuestros dirigentes y hacia las instituciones que supuestamente deberían estar “a nuestro servicio”. Pero parecen no estarlo.

Esas mismas instituciones dan la impresión de atacarnos diariamente, de faltarnos el respeto, sometiéndonos a un juego donde “o te quedas callado y todo sale bien” o te rebelas y entonces, “aguantate las consecuencias”.

Nosotros, los ciudadanos comunes, sin ningún privilegio mayor que el de votar cada tanto, conocemos muy bien este atropello, porque lo hemos sufrido ante distintas coyunturas. Tal vez no lo conozcan los dirigentes, ni los poderosos, ni los que tienen privilegios, pero la gente sí. Porque nadie se muere en este país si una persona común y corriente es sometida a esas injusticias que se repiten de a millones por minuto en una Argentina cada vez más injusta.

Es muy difícil creer en un dirigente, en un nuevo candidato, por muy lindos que suenen sus planes, si no hablamos primero de este cáncer moral que nos carcome. Es justo nuestro reclamo: antes de hablar de ajustes, de sacrificios y de patriadas todos queremos una prueba de que la democracia finalmente estará a nuestro favor y no en nuestra contra.

Seguridad es una de las máximas prioridades. Y los ciudadanos estaríamos dispuestos a sacrificar ciertas cosas con tal de sentirnos seguros.

No obstante, en materia de seguridad seguimos sintiéndonos indefensos. Somos nosotros los que tenemos que vivir asustados, tras las rejas de nuestras propias casas. Cuidando siempre nuestras espaldas en la calle, temerosos de que la violencia de un robo afecte a nuestros seres queridos.

Y los ladrones saben que aquí “no pasa nada”. Por ende, cada vez se pone peor. Cada vez más, lo que está en juego es la vida.

La Justicia está para cuidar nuestros derechos. Debería ser rápida e independiente.

Ahora bien… las leyes que salen del Poder legislativo, de esos representantes que votamos cada tanto, ¿nos defienden? ¿Defienden el bien común? ¿Vale la pena que les paguemos esos sueldos, esos viáticos, esas secretarias y asesores? ¿Vale la pena acaso que les paguen con nuestra plata a los partidos políticos tantos mangos por cada voto? ¿Se lo merecen?

Esta sensación de ser todo el tiempo “ciudadanos indefensos” nos destruye como personas y como sociedad. Sentir que siempre estamos sufriendo -o vamos a sufrir- una injusticia y que nadie se ocupará de nosotros, nos cruza como una daga y nos va secando las esperanzas.

Vivimos día a día mascullando desconfianza. Esa es la gran angustia que la mayoría de nuestros políticos, oficialistas y oposición no saben representar. Porque no la viven.

Y nuestra reacción es terrible, pero entendible. Nos encerramos en nuestras familias y vemos a todo el que nos rodea como un potencial problema o enemigo. Nos volvemos más individualistas de lo que normalmente es una persona por naturaleza.

Siempre alertas, tratando de cuidarnos como podemos, saliendo del paso por nuestros propios medios, ladrando a la persona que nos atiende a ver si así, nos presta atención o cortando una calle si la situación es más grave (y que los demás, se embromen).

Somos individualistas por la ocasión, no por vocación. Somos cortoplacistas no por falta de educación o de cultura, sino porque crece en la Argentina una percepción inherente a que no hay largo plazo.

A eso nos han llevado nuestros políticos, insistimos… Oficialismo y Oposición por igual. Indefensos como estamos, suficiente con zafar del presente. Con ese espíritu sobrellevamos nuestra vida en sociedad. Somos una muchedumbre solitaria.

Es como en el cuento de las 1000 hormiguitas que se sentían indefensas ante el elefante y deciden lanzarse sobre él; el elefante se sacude y sólo queda una de ellas prendida del cuello; las otras desde abajo le gritan “ahorcalo, ahorcalo”… Ni usted ni vos quieren ser la hormiguita que juega su pellejo en el intento.

Pero vale la pena lanzar una bocanada de ilusión. Nuestra experiencia a lo largo de tantos años de contacto intenso con todo tipo de gente de los más diversos sectores y escalas sociales, ha sido muy alentadora.

Porque debajo de políticos que supuestamente los representan o a los cuáles obedecen -y que están allí desde hace más de dos décadas- hay gente trabajando con los dientes apretados, disconformes y con muchas ganas de producir un cambio.

¿Cuántos son los honestos? Muchos más de lo que Uds. se imaginan. La gente honrada, trabajadora, y comprometida son una mayoría aplastante en este país, aunque nuestra visión fatalista a veces no nos permita admitirlo.

Somos muchos más los que no robamos, aún con necesidades terribles sin satisfacer, que los que deciden el camino fácil. Son mucho más los empleados decentes que los corruptos. Somos la mayoría. Aunque somos una mayoría silenciosa (y silenciada).

Sólo falta generar el chispazo, destapar la olla, levantar la voz y decir las cosas tal cual como son para que se produzca el efecto contagio en todos los ámbitos.