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Tragedia de Once: de la desidia sin control a la farsa

La terrible tragedia ferroviaria en la estación Once del Ferrocarril Sarmiento, con un saldo provisional de 50 muertos y 703 heridos, se parece más a una aniquilación que a un accidente, con una irrefutable responsabilidad de la empresa concesionaria del servicio y también del Gobierno, que es quien debería fiscalizar a los concesionarios, pero no lo hace o al menos no actúa con la severidad y seriedad insoslayables.

 

Nos referimos hoy al tercer accidente ferroviario más grave en la historia de la Argentina, y esto es lo asombroso, el séptimo que acaece en poco más de un año, lapso en el que las víctimas ascienden a más de 70 y los heridos, a más de mil.

 

Es inaceptable que en la Argentina de hoy un tren suburbano no pueda frenar a tiempo al llegar a la terminal en el corazón de la Metrópoli, sin incumbir si la causa reside en fallas materiales o humanas.

Es insostenible también que viajar en tren en hoy implique el peligro cierto y concreto de morir o resultar herido, luego de sufrir retrasos de más de una hora y viajar apretujado en vagones fabricados, en su mayoría, en la década del ‘60.

 

Hace casi una década venimos escuchando y/o leyendo a los sindicalistas del sector denunciando la falta de manutención del material rodante y esgrimiendo que la infraestructura ya está obsoleta.

Pero asimismo hace no menos un lustro, se siente y se lee, fundamentos gremiales inherentes a la faz contractual del Personal ferroviario, poniéndose énfasis en las tercerizaciones o en los contratos transitorios que coadyuvan a que tampoco los responsables de conducir, custodiar, mantener o reparar los trenes y sus instalaciones tengan la debida especialización y las condiciones laborales acordes a sus responsabilidades o hasta en muchos casos no tengan funciones por designaciones dudosas.

 

También se ha enarbolado continuamente la bandera concomitante a que la responsabilidad de las inversiones en la trama ferroviaria corresponde al Estado y no a las concesionarias, porque éstas perciben un precio del boleto que apenas cubre una fracción de sus costos operativos. Esto hace que el Estado deba poner la diferencia, el famoso subsidio. Lo cual hace rever que si las tarifas cubrieran los costos operativos, no habría subsidio, y la enorme masa de dinero que se usa para ese fin podría dedicarse a inversiones y a traer trenes nuevos y más seguros.

 

Cabe consignar que un estudio de la Auditoría General de la Nación (AGN) sobre los ferrocarriles de TBA corroboraría que el estado de subsistencia de las vías y del material rodante presenta graves deficiencias.

De ello se desprende que a pesar de los millonarios subsidios otorgados por el Gobierno nacional, que ininterrumpidamente recibe desde la emergencia ferroviaria a la fecha  la empresa TBA, la inversión ha sido casi nula, lo que redundó en un servicio precarizado, con maquinarias vetustas, arcaicas y deficiente mantenimiento.

 

Concretamente, la gran mayoría del rodado ferroviario tiene más de 50 años de antigüedad, las vías tienen su origen en  la primera mitad del siglo pasado  y las redes de señalamiento compiten en años con el resto de la infraestructura.

 

Con el actual modelo de administración del sistema ferroviario, sin embargo, la inversión es totalmente inviable. Para hacerla posible y comenzar a aventar los riesgos de nuevos accidentes -algo que llevará tiempo- es necesario sustituir el modelo vigente, en el que de hecho las empresas concesionarias funcionan como meras gerenciadoras de bienes y servicios públicos.

 

Este sistema, erróneamente concebido durante las privatizaciones (que se hicieron para reducir el gasto público, sin pensar en la sustentabilidad ni en la calidad del servicio a largo plazo), debe ser sustituido por un nuevo esquema que apunte a priorizar el respeto al pasajero, es decir, a la persona humana que viaja.

 

Si no se encara urgentemente un plan de inversiones, los riesgos irán creciendo de manera exponencial por la sola obsolescencia del sistema y los equipos.

 

Entre el amasijo de hierros retorcidos y asientos desvencijados, quedaron truncados para siempre proyectos, ilusiones y vidas humanas que pasaron del gris anonimato de la multitud laboriosa, a la macabra y fría estadística de muertos del espeluznante siniestro.

A días de la tragedia,  queda instalado en significativos sectores de la sociedad  un interrogante:  ¿esta vez, se podrá llegar hasta las últimas consecuencias, tanto en la investigación como en el accionar de la justicia?

¿Este dantesco acontecimiento, que propició tantas muertes sin sentido, nos servirá como sociedad para evitar  futuros siniestros?

 

Tenemos la esperanza de que esta verdadera tragedia social se convierta en un punto de inflexión que permita un control más estricto del Estado sobre las empresas prestatarias de servicios públicos, en lo atinente a las inversiones, mantenimiento y seguridad. Se torna urgente y necesaria la  profundización de una acción política que mejore la calidad de vida de las grandes mayorías.

 

Los argentinos nos hemos acostumbrado a las farsas. A la distancia insalvable entre las formas, cada vez más vacías de contenido, y el fondo. A la contradicción flagrante entre lo que se dice y lo que se hace. A vivir como si nuestros actos no tuvieran consecuencias. Pero cuando se recorta sobre el fondo de un drama tan doloroso -que sobreviene además por un menosprecio de la vida por parte de quienes tienen, como funcionarios públicos, el deber de velar por ella-, la farsa queda inevitablemente expuesta.

 

Tener memoria y aprender de las experiencias –aunque estas sean traumáticas– será de alguna manera desnaturalizar la mala vida que desde décadas se fue extendiendo como uno de los tantos síntomas de pauperización económica y degradación social, producto de la matriz neoliberal aún existente en innumerables prácticas cotidianas. En una palabra, dar el salto en política como sociedad es crear las condiciones para hacer posible lo necesario para el bienestar de todos sin exclusiones.