Ni uno menos… El futuro de los niños es siempre hoy, mañana será tarde…
|ESPECIAL (por Francisco Pancho Calderón).- Un adolescente de 14 años que pertenecía a la comunidad Qom murió en el Hospital Pediátrico de Resistencia, en Chaco, por un cuadro de tuberculosis y desnutrición, mientras que pesaba 11 kilos en el momento de su deceso. La Salud sigue siendo una deuda de TODA la Clase Política y del propio Pueblo argentino que no demanda soluciones REALES y DRÁSTICAS.
Las autoridades argentinas reivindican el enorme salto en reducción de la pobreza que ha dado este país desde la crisis de 2001. Sin embargo, y aunque no hay datos de desnutrición generalizada en ninguna provincia, periódicamente aparecen noticias que devuelven la imagen del hambre y el abandono casi siempre relacionadas con etnias indígenas, que viven en zonas del país muy abandonadas y cuyos representantes se instalan con frecuencia a las puertas del Congreso en Buenos Aires para reivindicar ayudas.
Acaba de suceder de nuevo con una historia trágica, un adolescente de la etnia Qom, que ha muerto en un hospital de Resistencia, la capital de El Chaco, una de las provincias más pobres del norte del país, después de una larga agonía.
La tuberculosis, la desnutrición, la malnutrición, la anemia, el Mal de Chagas, la parasitosis y otras enfermedades vinculadas con la pobreza y un sistema sanitario insuficiente continúan afectando a las comunidades indígenas no solo del Chaco.
La desnutrición azota con fuerza a éstas poblaciones infantiles. Los infantes de estas comunidades aborígenes son los más castigados por un flagelo irrefrenable.
No queda la menor duda… Existe suficiente comida para todo el mundo, pero no todos tienen suficiente alimento, y cada diez segundos un niño muere innecesariamente como resultado de la pobreza extrema en el mundo.
Pero soslayemos la cruel estadística… Vayamos a lo incontrastable: la mayoría de los niños que mueren exhibiendo una avanzada desnutrición, en verdad nunca se nutrieron adecuadamente especialmente en la etapa más temprana de sus vidas, lo cual los hace muy susceptibles a enfermedades infecciosas. Un niño escuálido, es un niño frágil y su sistema inmune está comprometido en un asunto de vida o muerte.
Por eso es imprescindible discernir que hay mortalidad infantil en la Argentina no específicamente porque no tienen qué comer. Ciertamente, los pobres y/o en los mismos aborígenes, son quienes tienen los problemas más grandes de desnutrición, pero la dificultad elocuente es que no se logra suministrar por diferentes circunstancias sociales/culturales una dieta de una calidad suficiente para alcanzar la nutrición necesaria los primeros dos años de vida.
Sostenemos con énfasis, la falta de nutrición es un problema gravísimo pues de allí devienen innumerables infecciones respiratorias y digestivas, lo cual se agrava por la deficiente ingesta de alimentos, a veces en malas condiciones y el estado de insalubridad en el que viven ciertos sectores de la población.
Podríamos definir que la desnutrición es una causa nuclear de la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad, y a su vez, consecuencia de ellas, y enfatizamos que cuando hay voluntad política, se puede contar con los recursos y compromisos imprescindibles para marcar un cambio en la vida de las personas más carenciadas, para transformar el paisaje social y económico en el que estamos inmersos.
El camino que como país y como sociedad estamos recorriendo en estos tiempos difíciles puede ser clave para las aspiraciones de bienestar de todos los ciudadanos argentinos a medio y largo plazo. Y los niños y niñas no son un elemento aislado en la sociedad, sino que son precisamente un elemento clave de esa capacidad transformadora.
Proteger los recursos educativos, sanitarios y sociales dedicados a las familias y los niños es un reaseguro para salir de toda crisis.
Una inversión inadecuada en infancia compromete como pocas el futuro desarrollo económico y social y traslada el impacto de la crisis a los años venideros. Supone una injusta hipoteca, sobre los niños que están naciendo y creciendo ahora. Una hipoteca que además genera inequidad y repercute de forma desproporcionada en los grupos de infancia más vulnerables.
Proteger a la infancia en estas circunstancias no es sólo la medida correcta en términos éticos o de justicia. Es también la apuesta más inteligente para impulsar el crecimiento y el desarrollo con carácter sostenible.
En un momento en el que nos vemos abocados a repensar muchas cosas, la urgencia de las medidas a adoptar o la presión de los mercados financieros no debería anular la visión a medio y largo plazo de qué tipo de sociedad queremos ser.
La infancia es sobre todo una oportunidad para cada niño y para la sociedad en su conjunto. En este periodo de difíciles decisiones en el ámbito político y económico, pero también en el doméstico y empresarial, no podemos perder esa perspectiva.
A los niños hay que protegerlos ahora, pero también son actores sociales por sí mismos, con un enorme potencial de cambio y de esperanza. Y este el mejor momento para apostar por ellos.
Los niños, en especial los que están en edades más tempranas, son enormemente sensibles a las situaciones de falta de atención, de recursos o a la mala calidad de los servicios. Una mala nutrición o atención médica en esa etapa vital, o la falta de estímulos educativos pueden tener consecuencias irreversibles que condicionarán la salud, las capacidades, el desarrollo, e incluso el comportamiento de ese niño.
Pero los costos de no actuar ahora no son sólo para los niños y sus familias, sino que nos comprometen a todos si queremos mantener unos mínimos niveles de bienestar social y material, de calidad educativa, de pensiones, de reemplazo demográfico o de capacidad económica y productiva.
Los niños no son responsables de las crisis de un país y tienen menos capacidad de hacer oír su voz y defender sus derechos. Los impactos de esa crisis en los niños permanecen muchas veces ocultos, pero las consecuencias en ellos son y serán patentes tanto en lo individual como en lo colectivo.
Y el impacto en los niños y cómo lo sufren no es igual que en los adultos; impactos de corto plazo pueden tener consecuencias a largo plazo e incluso consecuencias intergeneracionales.
La apuesta por la infancia es estratégica y transformadora como muy pocas otras intervenciones públicas.
Los beneficios de proteger a la infancia no son sólo para los niños, lo son para todos, porque son ellos los que hacen y harán sostenible el desarrollo cultural, económico y social de la Nación.
Un Estado que se desentienda de su infancia y una sociedad que no asuma colectivamente su papel de contribuir en la protección y desarrollo de los niños tendrán que aceptar futuros costos públicos y privados cada vez más altos.
Cuando aludimos a un costo para el sector empresarial y la economía en su conjunto nos referimos a el bajo nivel de habilidades y la baja productividad de los futuros trabajadores.
La inequidad, la pobreza y la exclusión social presentan facturas que revierten a los contribuyentes al cabo del tiempo en forma de mayores costos sanitarios y hospitalarios, repeticiones de curso educativo y programas de apoyo escolar, subsidios y ayudas sociales o gastos en el sistema de justicia y penitenciario.
En las últimas décadas las políticas de infancia han permanecido en demasiadas ocasiones al margen de la agenda política o han sido víctimas de la falta de consenso. Por ende, la apuesta decidida por la infancia es una oportunidad nueva para nuevos tiempos, un desafío nunca acabado de abordar en la sociedad argentina.
Gabriela Mistral nos legó una frase inolvidable y/o más vigente que nunca: “El futuro de los niños es siempre hoy, mañana será tarde”.