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Kirchner supo irradiarnos su arrolladora personalidad y devolvernos la fe

ESPECIAL (por Francisco Pancho Calderón).- Néstor Kirchner llegó en 2003 cercado de bretes y gobernó sin negarlos, sin claudicar a la lógica de corporaciones que aspiraban enterrar nuevamente las demandas de reparación de la dignidad, de la lucha por la igualdad, de la emergencia de los derechos de los olvidados. Fue sensato desde el primer momento de que era imprescindible propender a transformaciones y que para ello había que recobrar el papel de la política.

 

Es indiscutible que a Néstor Kirchner se le deba buena parte del proceso de reconstrucción de la autoridad presidencial, socavada por la gravedad de la crisis política y socioeconómica que signó los últimos días de Fernando de la Rúa en la Casa Rosada, hacia fines de 2001. También podría destacarse su afán por poner en orden una economía desquiciada.

Aquél era un país en crisis. La política había perdido toda ponderación social. Eran más los desocupados que los votos que había obtenido Kirchner. Seis de cada diez argentinos habían quedado atrapados en el corral de la pobreza. En nuestra economía circulaban diecisiete monedas diferentes. Los organismos internacionales habían cerrado sus puertas.

 

Él supo irradiarnos su arrollador envión. Néstor concibió que la democracia es el lugar para confrontar y descartó la hipocresía de ciertos asentimientos de interés espurio, monopolizando resoluciones, porque entendió que la cimentación de una nueva realidad no es posible sin el vértigo de la disposición.

 

Esgrimió el simbolismo de la gestión para revelar el rumbo: bajó retratos abominables y propendió a abrir el camino de la verdad y la justicia, rompió con el FMI enlazándonos con el sueño de la Patria latinoamericana, apostó al Estado como motor para el restablecimiento de las fuentes de trabajo y a la oferta redistributiva en el centro de la economía restituyendo las porfías salariales y reconociendo los derechos jubilatorios de millones de prescindidos.

 

No podemos olvidar la Ley de Educación que elevó el presupuesto al 6% del PBI, ni el aumento de los salarios docentes olvidados durante años, o la ampliación del presupuesto universitario.

 

Culminó su mandamiento consumando el juramento de no coartar las expresiones sociales y pasó la posta a Cristina, no exclusivamente su compañera en los afectos sino en los convencimientos como núcleo central de una correspondencia entrañable.

 

Con Kirchner, los trabajadores rescataron la voz y el protagonismo. Los movimientos sociales, el respeto y la integración a un sistema que quiso marginarlos para siempre. Los pueblos originarios, las minorías sexuales, las comunidades de los países vecinos, los desprotegidos, los niños y los ancianos obtuvieron un lugar, un reconocimiento y derechos que quedarán para siempre en la práctica y la cultura de los argentinos.

Kirchner nos dejó un legado inmenso. A la política como un arma recuperada, un Estado con capacidad para servir a todos y asistir a los más débiles, una idea del poder de la Nación para proponerse emanciparse de las salvaguardas de afuera y de las connivencias de adentro.

 

Obviamente que su cometido tuvo conflictos, o nos supieron inquietar algunas cuestiones de su vehemencia como la irresponsabilidad -inconsciente quizás- en respetar debidamente la división de poderes; su testaruda reyerta contra algunos medios; su confrontación con la Iglesia; el increíble amparo a personajes nefastos como Jaime, D’Elía, Moreno, etc; el escudar contradictoriamente con sus principios a ciertos inculpados en presuntos actos de corrupción; el no condenar el estilo patotero de determinados funcionarios y muy especialmente de algunos de sus legisladores más íntimos; el aparente “dibujo” de algunas estadísticas como las del INDEC; o el no atacar con agresividad a ciertas mafias sindicales que lo vanagloriaron y exprimieron el poder que se les confiriera desde su órbita, por sólo citar algunas críticas que se deslizaron, enumeraciones que pueden ser tan discutibles como indefendibles.

 

O refutaciones a las que se les puede oponer: el cambiar la Corte Suprema de Justicia, el haber sido el responsable de abrir los archivos de los servicios secretos y con ello reorientó el juicio por los atentados sufridos por la comunidad judía en los ’90, el haber recuperado el control público del Correo, de Aguas, de Aerolíneas, el haber sido quien impulsó y logró la nulidad de las leyes que impedían conocer la verdad y castigar a los culpables del genocidio, el ser valorado como quien  cambió nuestra política exterior terminando con las claudicantes relaciones carnales y otras payasadas, el ser estimado por disponer una consecuente y progresista política educativa como no tuvimos por décadas, y el que cambió la infame Ley Federal de Educación por la actual, que es democrática e inclusiva, el reconocérselo como el que empezó a cambiar la política hacia los maestros y los jubilados, que por muchos años fueron los dos sectores salarialmente más atrasados del país, el ser quien comenzó la primera reforma fiscal en décadas, el ser quien renegoció la deuda externa y terminó con la estúpida dictadura del FMI, o el ser quien liquidó el negocio de las AFJP y recuperó para el Estado la previsión social.

Néstor lo hizo. Junto a Cristina, que lo sigue haciendo. Con innumerables errores, desde ya. Con metidas de pata, cierta belicosidad inútil y lo que se quiera reprocharles en torno a supuestas turbiedades. Pero sólo los miserables olvidan que la corrupción en la Argentina es connatural desde que la reinventaron los mil veces malditos dictadores y luego no pudieron frenarla o ni siquiera disimularla quienes precedieron a Kirchner.

 

Él no se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus opositores, sus enemigos, sus contradictores. No conoció el intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los medios. Confiaba en sus impulsos, fue un vitalista y un voluntarista, un hombre público que murió como vivió, sumergido en la lucha política. Tal vez ésta sea la virtud que ningún militante puede dejar de destacar. Sólo la muerte pudo con su fervor militante.

Su estilo de gestión del todo o nada lo llevó a desoír las advertencias médicas sobre su salud y los ruegos permanentes para que amenguase su tremenda actividad. Se fue peleando.

 

Argentina perdió hace un año a un líder y un estratega, pero todos los argentinos ganamos, efectivamente, un país mucho mejor, un pueblo más esperanzado, y a un año de su muerte, en el marco de una nueva etapa política, resulta vital que la presidenta de la Nación se rodee no sólo de quienes exhiban la lealtad esperable de todo colaborador, sino también una inteligencia abierta al sentimiento que subyace en una ciudadanía que reclama honestidad, transparencia, seguridad y paz social.

 

Del mismo modo, será clave que los dirigentes del justicialismo, incluidos quienes están en el Gobierno y quienes están fuera de él, reflexionen profundamente sobre las lecciones que nos han dejado a los argentinos los cruentos enfrentamientos que, en otras épocas, signaron los procesos de sucesión en ese movimiento político.

 

La sociedad requiere sosiego. Se impone, a partir de ahora, una mayor moderación en todos los actos, tanto del oficialismo como de la oposición.Urge abandonar las peleas que, como la propia ciudadanía lo advierte mayoritariamente, se libran en un terreno que resulta completamente ajeno al de las verdaderas preocupaciones de la población.

 

El nuevo camino, vale insistir, no debería ser dramático. Aunque tampoco será sencillo. Es necesario que la Argentina supere la vieja cultura del caudillismo y de la personalización del poder, poniendo por delante la auténtica búsqueda de la institucionalización del país y el apego irrestricto a la ley y a las reglas de juego de la República, con instituciones sólidas, que funcionen plenamente y sin condicionamientos que vayan más allá de los impuestos por la Constitución nacional.

 

Hace un año nos dejó un presidente de convicciones profundas, un político de raza, combativo. Un hombre que ha dejado su impronta en la política nacional. Un 27 de octubre de 2010 la república sufrió la muerte de un conductor lúcido, audaz, corajudo, convencido y tenaz para el que toda empresa era posible y todo sueño válido era alcanzable.

 

Néstor Kirchner nos dejó en su forma física, sin embargo, sigue más presente que nunca su impronta en el devenir de la vida política de nuestro querido país, dejando un legado que trasciende lo partidario y generando las condiciones para que nazca una Argentina diferente, inculcando a nuevas generaciones que hay futuro.

 

Por último, sepan disculpar la falta de formalidad en el cierre de éste Editorial…

 

Sin justificarle errores, negligencias, carencias, o ni un centavo mal habido a nadie, en esta hora hay que recordarle a la Nación toda que nadie, pero nadie, y ningún presidente desde por lo menos Juan Perón entre el ’46 y el ’55, aún con sus terquedades, con sus locas obstinaciones, produjo tantos y tan profundos cambios positivos en y para la vida nacional.

 

Y redoblo mi súplica en cuanto a que Cristina se cuide, y la cuidemos. Se viene encima un año tremendo, con las jaurías sedientas y capaces de cualquier cosa por recuperar el miserable poder que tuvieron y perdieron gracias a la valentía de él.

Descanse en paz, Néstor, con todos sus deslices, tropiezos, y defectos (o miserias si las tuvo…), pero sobre todo con sus enormes aciertos. Y aguante Cristina. Que no está sola, especialmente porque aquí en ésta provincia, tiene un gobernador y un Pueblo que la continuará acompañando con lealtad, con férreo compromiso.