Falleció “Pepe” Mujica

El ex presidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, falleció este martes, a los 89 años, en su chacra en las afueras de Montevideo tras batallar contra un cáncer. La muerte fue confirmada por el presidente de Uruguay y su discípulo político, Yamandú Orsi.
“Con profundo dolor comunicamos que falleció nuestro compañero Pepe Mujica. Presidente, militante, referente y conductor. Te vamos a extrañar mucho Viejo querido. Gracias por todo lo que nos diste y por tu profundo amor por tu pueblo”, anunció en su cuenta de X.
Idolatrado por muchos, pero también odiado, su vida resume más de medio siglo de vida pública uruguaya. Asaltó bancos como guerrillero, protagonizó algunos de los años más sangrientos de su país, fue herido de seis balazos y sobrevivió como preso durante 15 años en una celda sin luz.
Pero supo redimirse hasta transformarse en una de las figuras políticas más trascendentes de la región, a partir de un puñado de premisas cuyos indicios ya asomaban en aquella mesa de su casa con techos de chapa y piso de cemento en Rincón del Cerro, en uno de los bordes mal cosidos de Montevideo.
El ex presidente Mujica nació en Paso de la Arena, una zona de calas, piedras y guitarras en los suburbios de la capital. Demetrio, el padre, fue un pequeño estanciero que terminó en la ruina. Al morir, José cursaba el tercer grado y su madre, Lucy, ayudada por su hijo, se decidió a cultivar flores y verduras. Entre los 13 y los 17, corrió en primera para el Club Ciclista Universal de Canelones. Hubo entonces un poco de fútbol y algo de estudio con la intención frustrada de ingresar a Derecho.
La política le cambió la vida cuando su generación vio que era hora de cambiar las cosas. Junto a Raúl Sendic y otros izquierdistas fundó el Movimiento Tupamaros, que surgió a la lucha armada el 31 de julio de 1963, cuando uno de sus comandos asaltó la Sociedad de Tiro Suiza de Nueva Helvecia, en Colonia. Lo apresaron dos veces y otras tantas fugó del Penal de Punta Carretas, donde hoy funciona un shopping.
En aquellos días ilegales, vivió bajo nombres prestados simulando ser otro. Una vez fue Ulpiano, otra fue Facundo. Hasta que en 1970 alguien lo delató y, en el bar La Vía de Montevideo, una patrulla policial le atravesó el cuerpo con seis disparos. Lo balearon incluso en el suelo y le dañaron el bazo. Su último período de detención duró 13 años desde 1972. Salió en libertad en democracia y gracias a una amnistía. Era el año 1985.
Bajo la democracia, los tupas aceptaron el sistema político y, en 1989, se incorporaron al Frente Amplio, fundado por el general Liber Seregni. Tras abandonar el Gabinete de Tabaré Vázquez, Mujica venció en la interna a Danilo Astori, quien devino su compañero en la carrera a la presidencia de Uruguay.
Sus adversarios le han recriminado siempre un pasado de muerte y violencia. Y lo acusaron de haber ahogado el país en su propia sangre. Mujica, para ellos, merece la esquina más incómoda del infierno. Pero aun sus enemigos de entonces sepultaron el pasado, sumando el olvido al ejercicio sanador del perdón. Muchos hoy en Uruguay se emocionan al recordar el abrazo del Tupamaro con el ex presidente colorado Julio Sanguinetti.
“¿Se arrepiente de algo?”, se le preguntó en una entrevista: “No haber sido una mejor persona. Pero lo peor es que no fuimos útiles al pueblo uruguayo para parar el golpe que se venía. Ese es el mayor fracaso de los Tupa, creo”.
Después hubo en vida otros reproches más livianos: que viviera en un “sucucho”, que se peleara con la gramática, que arrastrara los pantalones, que fuera un boca sucia. Pero curiosamente ese rosario de quejas es lo que atrajo a la otra vereda, aquellos que sintieron que Mujica no vendía humo, aunque se sentara en latas de querosene, comiera asado con las manos y anduviera en chancletas con medias. Viviendo de espaldas al confort y a la complacencia, Mujica afirmaba que, tanto en su casa como en su alma, era “un simple inquilino de paso con derecho al uso de cocina”.
Los argentinos fuimos blanco de sus cascotazos. Como cuando calificó a los peronistas de “patoteros” y execró a su dirigencia por haber perdido US$ 28.000 millones en la crisis del campo.
Inicialmente, Mujica estuvo cerca de los K, pero el conflicto con la papelera Botnia enfrió las relaciones. Lamentó entonces que dos países con tanto en común estuvieran enfrentados. “Somos hijos de la misma placenta”, dijo en una frase feliz en favor de una hermandad pisoteada por políticos mezquinos.
Lamentó entonces que dos países con tanto en común estuvieran enfrentados. “Somos hijos de la misma placenta”, dijo en una frase feliz en favor de una hermandad pisoteada por políticos mezquinos.
Pero más allá de sus cercanías iniciales, Mujica no era K como tampoco chavista. A Hugo Chávez le recriminó “no construir ningún socialismo sino una burocracia de empleados públicos”. Y de los Kirchner se diferenciaba con el ejemplo de vida junto a su mujer, Lucia Topolansky, también guerrillera, senadora y vicepresidenta de Uruguay, a la que había conocido -como admitió una vez- en la oscuridad de un túnel de escape. Tras 20 años de pareja, viajaban al Parlamento en una motoneta abollada, vivían en una casa humilde de tres cuartos, no hicieron un negocio de la política y tampoco buscaron perpetuarse.
El trato con los empresarios fue otra de sus líneas de contraste. Como Felipe González, sabía que no hay socialismo sin plata. “A la burguesía -le dijo al diario El Observador- yo la quiero ordeñar, no la quiero aplastar. El tipo avivado agarra la vaca lechera, la carnea, le vende los cuartos traseros al carnicero y encima se hace un buen asado. En cambio, el tipo inteligente la pastorea y la ordeña cada día. Pero la deja comer”.
Ahora que Mujica ya no está, conviene mirar con humildad cómo transcurren las cosas en la otra orilla del río. El líder muerto tiene mucho que ver con el envidiable civismo de su clase política. Mientras los orientales no dejan de espantarse por el modo en que sus vecinos se fagocitan a sí mismos, tal vez la Argentina deba observarse en el espejo de Uruguay y su liderazgo a derecha y a izquierda: la imitación ha sido siempre una forma de aprendizaje.
El Frente, con Mujica y sus socios, mostró que se puede ganar y gobernar mediante una construcción política sin clientelismos. Sin barones feudales, sin aparatos sindicales enquistados en el poder con líderes despreciables y con una agitada discusión interna que se guía por un principio de sensatez elemental: el que pierde se va y no debe reformar la Constitución para perpetuarse. Tan sencillo como eso.