Artigas, a 174 años de su fallecimiento
|ESPECIAL, por Ladislao Fermín Uzín Olleros (*).- El 23 de septiembre de 1850 expiraba José Gervasio Artigas en la quinta Ybiray, Asunción del Paraguay; contaba por entonces 86 años de edad. Alrededor de diez años en las luchas independentistas y tres décadas en el exilio, sobrevivió olvidado, pobre y enfermo, sólo asistido por su fiel compañero, el “Negro Ansina”, quien lo siguió hasta su muerte en demostración de gratitud.
Artigas lo había liberado de la esclavitud y fue el receptor de sus últimas palabras: “Traeme el Morito que quiero montarlo”.
Provenía de una distinguida familia asentada en Montevideo; su abuelo, don Juan Antonio Artigas era oriundo de Puebla de Albortón, Provincia de Zaragoza, Aragón, España, y había llegado al Río de la Plata en 1717 integrando un cuerpo militar, instalándose primeramente en Buenos Aires para luego pasar a Montevideo, donde se radicó definitivamente, siendo considerado entre los primeros habitantes permanentes de esa ciudad; había arribado junto a su mujer y sus cuatro hijas; en esta ciudad nació don Martín José en 1733; de su matrimonio con Francisca Antonia Arnal, nació José Gervasio en 1764.
Algunos sectores de ambas márgenes del Plata intentaron reducirlo a un caudillejo rural, rebelde a la autoridad, pretendiendo oscurecer su figura que en realidad fue trascendente; de ello da cuenta el docente e historiador oriental Jesualdo en su obra “Del vasallaje a la revolución”, en la que describe las dificultades que debió afrontar para documentar su vida, al habérsele negado el acceso a los archivos oficiales, obviamente por los contrarios al ideario artiguista; a medida que se ahonda en la investigación histórica, se va tomando dimensión de la formación de este patriota que había abrevado en Thomas Paine y Rousseau para apuntalar su doctrina política.
Fue el gran visionario de una nación organizada como república bajo una concepción federal, con respeto a las autonomías provinciales, educación pública, libertad de cultos, reparto de la tierra y capital fuera de Buenos Aires; tales fueron las instrucciones impartidas a los representantes de la Banda Oriental para participar de la Asamblea del Año XIII, en el Congreso de Tres Cruces (abril de 1813), celebrado en la quinta de Cavia (Montevideo), condición que los porteños repudiaron, declarándolo traidor a la Patria y poniendo precio a su cabeza.
En el Congreso de Arroyo de la China (junio de 1815, Concepción del Uruguay, o Congreso de los Pueblos Libres o Congreso de Oriente), abrió las sesiones con su célebre proclama: “Mi autoridad emana de vosotros pero cede ante vuestra presencia soberana”; allí se declaró la independencia de estas tierras no sólo de España sino de todo otro poder extranjero; por esa declaración, las provincias del litoral, Santa Fe y la Banda Oriental no enviaron representantes a Tucumán, pues sostenían que la independencia ya había sido declarada un año atrás.
Los caudillos Ramírez y López, triunfantes en Cepeda, suscribieron con Sarratea el Tratado del Pilar, sin consultar a su jefe supremo, el Protector de los Pueblos Libres; ese pacto contenía cláusulas secretas que beneficiaban a los caudillos entrerriano y santafesino, provocando el rechazo de Artigas al haberse firmado sin su consulta ni anuencia, desencadenando la ruptura que luego de Las Tunas y Rincón de Ávalos (Corrientes) precipitaron su derrota y el exilio definitivo en el Paraguay.
La historia argentina está plagada de intrigas, traiciones y veleidades; pero como el destino suele desembocar trágicamente en varios de sus protagonistas, un año después Pancho sería abandonado por Mansilla y luego ultimado y decapitado por orden de quien había sido su aliado en Cepeda, Estanislao López.
Su colaboración con Pueyrredón en ocasión de las invasiones inglesas, el Sitio de Montevideo, la Batalla de las Piedras, el Éxodo del Pueblo Oriental, son algunos de los episodios trascendentes que jalonaron la historia de su vida. De haberse concretado su proyecto político, producto de su formación y convicciones federales, otro hubiera sido el destino de estas comarcas, quizás consolidadas con una identidad propia; hoy somos institucionalmente una república, pero falta lo otro, la nación, que es lo visceral.
En la reivindicación de su figura y ejercitando la memoria, rendiremos homenaje permanente a uno de los verdaderos próceres que pensaron en el diseño de una Patria Grande, sin exclusiones, cobijados e identificados por una misma bandera; como lo dijera el gran caudillo oriental: “Mirar por los infelices y no desampararlos, olvidemos esa maldita costumbre, que los engrandecimientos nacen de la cuna”
(*) Abogado-Historiador.-