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Hace un cuarto de siglo moría Carlos Monzón, máximo ídolo del boxeo argentino

Está en todas partes, como el agua y el viento. Es una presencia diáfana y permanente. Parece estar vivo y omnipresente en la galería legendaria del deporte argentino. Es un mito envasado para alimentar la nostalgia. Se sabe que no habrá otro igual. Hace 25 años moría Carlos Monzón. El deporte argentino nunca más tuvo un boxeador de su estilo.

 

Aquella tarde del 8 de enero de 1995, el hombre, con todos los pecados inherentes a la condición humana, murió para comenzar un nuevo capítulo en su turbulenta historia: el ídolo, con fulgor propio, quedó para siempre en la misma línea de permanencia que ocupan los inmortales.

Hoy su memoria despide “olor a muerto grande y a podrida grandeza”, para usar las metáforas de Gabriel García Márquez en El otoño del Patriarca: todos revolotean a su alrededor y todavía se exhiben devociones, odios o recuerdos en torno de su aureola de leyenda.

 

Su propia muerte fue un símbolo instructivo, sobre todo para aquellos que hacen del boxeo una profesión y no se detienen a pensar en el mañana que entrevén siempre lejano. Volcó con su auto cuando volvía al penal de Las Flores, donde cumplía la condena que la Justicia le había impuesto por la muerte de Alicia Muñiz.

Se desconoce exactamente qué pasó, pero se pudo confirmar que el auto mordió la banquina a más de 140 kilómetros por hora. Ese acelerador actuó como el calculado final de una película, tanto más dramático como que fue el epílogo de una vida real.

 

Le tocó en suerte un destino circular, como a muchos otros boxeadores. Nació en un piso de tierra el 7 de agosto de 1942, en San Javier, provincia de Santa Fe. En su infancia desconcertada empezó vendiendo diarios y repartiendo leche hasta ingresó a un gimnasio de boxeo. Muy pronto conoció a quien sería su maestro de toda la vida y compañero eterno, Amílcar Brusa.

Entrenador y pupilo comenzaron una campaña exitosa que tuvo su pico máximo el 7 de noviembre de 1970, cuando en el Palazzo Dello Sport de Roma, Escopeta noqueó a Nino Benvenutti en el round 12º y logró la corona mundial de los medianos. Lo demás fue una racha de triunfos épicos que duró 6 años y 295 días, con 14 defensas exitosas.

 

En el medio alcanzó el pico que conduce al éxtasis, pero no la pudo disfrutar porque culturalmente no estaba preparado para eso. Trató de vivir intensamente como una revancha sobre la mezquindad de su niñez empobrecida. Y lo hizo a su manera, sin cálculo ni limitaciones.

Fue estrella de cine, se codeó con la cima del mundo mediático, a tal punto que la revista El Gráfico, alguna vez tituló: “Morocho y argentino: Rey de Paris”. Pero nada logró calmar la angustia de una violenta costumbre.

 

Llegó el alcohol, las juntas inadecuadas, dicen que algunas drogas y la separación de su mujer, Alicia Muñiz, y así el sueño del campeón terminó en una pesadilla con una esposa sin vida, una jueza sin testigos confiables y un fallo bien argento.

Se transformó en prisionero de su facha hecha a golpes. La dureza de la sentencia no le permitió disfrutar de una libertad sin culpa.

 

Cuando estaba próximo a sobrepasar los golpes más bajos que le dio la vida, a los 52 años halló la muerte de forma súbita, cayó de espaldas, cara al cielo. Sobre la misma tierra santafesina que lo había visto nacer.

Para quienes esperan vanamente la repetición de otro Escopeta, la copia del carbónico tenderá a desalentarlos cada vez más. A partir del 8 de enero de 1995 y para siempre, Carlos Monzón cada día boxea mejor.