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El legado de los hombres de 1816

La historia de nuestra patria, tan pródiga en enseñanzas, contiene un capítulo sobre el cual hoy más que nunca es necesario volver: el de la declaración solemne de la independencia nacional, concretada el 9 de julio de 1816. Hoy celebramos los argentinos el 202° aniversario de esa heroica decisión de los congresales de Tucumán.

 

Más allá de la incontrolable inmigración que desde hace muchos años sufre esta bendita tierra, la mayoría de los habitantes de nuestro país tienen al menos una vaga idea acerca de la trascendencia de esa declaración, que cambió drásticamente el curso de la emancipación sudamericana e inauguró una nueva época para el proceso revolucionario al despejar la confusa situación en que se encontraba un pueblo que, como señalaba agudamente San Martín en una famosa carta a Godoy Cruz, acuñaba moneda, tenía pabellón y cucarda nacional e, inexplicablemente, hacía la guerra al propio soberano de quien seguía formalmente dependiendo.

 

Pero más allá del significado fundamental que los hechos del 9 de julio de 1816 tuvieron para nuestro desarrollo como Nación independiente, hay un aspecto que interesa destacar de manera especial en estos días en que el país aparece dominado por un profundo desconcierto y un generalizado desánimo.

 

Ese aspecto -acaso no conocido y valorado suficientemente por el conjunto de la población- es el que se refiere a las condiciones terriblemente adversas para la causa patriótica que imperaban en la América del Sur cuando el congreso presidido por Francisco Narciso de Laprida se decidió a dar el paso estratégico decisivo que San Martín y Belgrano venían reclamando insistentemente: la declaración de la independencia.

 

En efecto, el Congreso de Tucumán tomó su audaz decisión en un momento sumamente dramático para la suerte de lo que hoy es la República Argentina. En Chile, la causa de la revolución había sido derrotada. Las fuerzas de España se encontraban triunfantes en casi toda América. En Europa, el absolutismo recomponía sus energías, alentado por la derrota de Napoleón. La Constitución liberal de 1812 había sido literalmente enterrada. El rey de España recibía felicitaciones calurosas de todas las cortes por el triunfo, que se consideraba definitivo, sobre los rebeldes americanos. Para que las dificultades fueran aún mayores, tropas del Brasil dominaban una parte del territorio uruguayo y amenazaban a Buenos Aires.

 

A ese cúmulo de señales adversas, había que sumar la incipiente anarquía que ya se insinuaba en el territorio del ex virreinato: se corría el riesgo de que algunas provincias se convirtieran en pequeñas repúblicas, desarticulando el espíritu de unidad de la naciente República.

 

La situación no podía ser más desfavorable. América parecía dominada por las armas realistas. La metrópoli, segura de su victoria, no admitía ninguna gestión de paz y exigía la rendición incondicional de las fuerzas revolucionarias. En ese durísimo contexto, los hombres de Tucumán dieron al mundo -y a las generaciones venideras- una prueba admirable de coraje moral. Al declarar la independencia, cambiaron el curso de los acontecimientos y le dieron a San Martín el respaldo institucional que necesitaba para su campaña libertadora. En lo interno, evitaron la disgregación y determinaron que las provincias se sintieran parte de una nueva y gloriosa nación.

 

Esa es la lección que los argentinos del siglo XXI, atribulados por dificultades que por momentos nos parecen invencibles, debemos recoger. Mantener en alto la esperanza, afrontar los problemas con redoblado temple moral, no dejarnos intimidar por la magnitud de los desafíos que se dibujan en el horizonte: ésas son las actitudes que debemos exigir de nosotros mismos.

Si logramos recomponer el ánimo y recobrar la fe en el futuro de la Patria, habremos dado el paso imprescindible para que el mundo nos empiece a mirar, también, con rejuvenecida confianza.